Aquellos días

René Martínez Pineda

Sociólogo y Escritor (UES-ULS)

Quien dice “hace muchos años”, dice que no se acuerda de cuántos fueron, pero que han sido muchos. Si se fijan bien, eso es el universo: un tiempo donde el almanaque no tiene valor alguno; un espacio lleno de recuerdos sin fecha y de coordenadas sin dirección… un tiempo-espacio atiborrado de sombras y gestos codificados por la nostalgia. Hoy, hace frío más allá de la puerta, y el aire parece un denso manto salpicado de vidrios quebrados sedientos de piel. Allá, en el fondo de la calle que los dos asilados dejaron abandonadas, está una casa que la distancia pinta de gris. Y hay gente dentro de ella: es una familia, ¡debe ser una familia a juzgar por la intimidad de las voces! En el centro del comedor, una candela retorcida ilumina la plática y los rostros. Su llama grácil crece y se enrosca a oleadas, como mujer en pleno orgasmo clandestino, para ahuyentar el frío que, como peste medieval opositora, se cuela por debajo de la puerta. A sus espaldas se oye cómo el clamor de la olla de barro trata de engordar la carnosidad del viejo y accidentado pollo que, por pura bondad, hará las veces de pavo navideño, ese fue el pacto que se hizo con él en el mercado. Un olor sabroso e intrínseco lo inunda todo, a pesar de los tomates podridos y la basura acumulada que cohabitan en diez metros cuadrados que el hacinamiento reduce a dos.

Ya son las once de la noche –o las once y treinta, ¡qué más da!- y una de las seis mujeres dispone, con estrategia militar, los platos sobre la mesa. Los otros, impacientes, babeantes, bien portados, esperan la hora señalada por la cultura, tejiendo, mientras tanto, risas y recuerdos de los treinta años que vivieron en peligro sin dejar de ser honrados. No hay árbol de navidad, ni luces, ni regalos, ni uvas para la buena suerte, ni juguetes, pero sí muchas carcajadas que se hilvanan con leyendas familiares y con actos de amor tan suicidas como inenarrables, los que son recordados en medio de las nostálgicas notas de “faltan cinco pa las doce, el año va terminar, me voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá”. La vida enseña –y enseña bien- que la felicidad y el carácter se forjan, para siempre, con sencillos actos y poemas de amor, y no con cosas, porque la enculturación es más importante que la tecnología.

A las doce en punto, o unos minutos antes, saldrán al patio colectivo que no les pertenece a recibir el año nuevo con los brazos abiertos hacia el cielo, como esperando un prolífico maná que el salario mínimo retiene. Desde un semicírculo no ensayado, verán cómo el cielo se inunda de luces de colores que celebran la riqueza ajena, y sin saber por qué, suspirarán hasta el fondo de sí mismos y sentirán asco de la vida y se sentirán vacíos, pero el olor íntimo de los abrazos los hará saber que no hay nada más fuerte e importante que el amor. Por el cielo recién abierto por la pólvora, un niño ve a su familia sonriendo, con ironía o con nostalgia, eso no lo puede deducir él… ni nosotros. Hay un aire de digna indignación celeste en la mirada de todos porque el país se reinventa. La abuela, sacándolo del delantal, enciende un puro artesanal, casi por instinto, y se le queda viendo al niño, al amor de su vida, como pidiéndole perdón por la falta de regalos y estrenos y manjares, o como diciéndole que eso no es tan importante si están juntos, juntitos… y entonces sonríe, maliciosa, y lo abraza con todas sus fuerzas, venciendo por un rato los mordiscos de su artritis.

La pólvora se hincha y revolotea en las nubes; lanza un relámpago fosforescente que se abre paso entre el frío y la oscuridad, y los corta como un cuchillo de magma recién brotado, y en la parte más alta se deshace en colores imposibles, escandalosos, únicos, evocando gritos de admiración. Los morteros, chispas del diablo, estrellitas, buscaniguas, fulminantes y silbadores celebran a todo pulmón la pobreza –que eso es el conformismo que están aprendiendo a vencer- la que se pierde de vista –por un instante- en la neblina artificial que los transporta a inicios del siglo pasado. Diez minutos después todos sienten frío, y hambre, y se dejan maniatar por el tibio olor de la comida que, ataviada con sus mejores trapos, los espera allá, adentro de la casa, donde el mundo es un lugar humano a pesar de lo inhumano del mundo que les heredaron los corruptos.

Mientras la olla hace el milagro de la multiplicación de los panes, el café hace su trabajo en un rincón solitario. Todos dan vueltas alrededor de la mesa, y ríen, y bailan, y se abrazan, y se besan, y rezan… y rezan las plegarias prohibidas del pulgarcito que les enseñó el “padre colorado” y Monseñor Romero. Todos comen relajados y sin miedo, porque el pollo cumplió su parte del trato, como celebrando la paz que se vive en la colonia. En este instante, el único ruido que se escucha es el de los dientes. El frío y la noche se quedaron esperando turno afuera… pacientes.

El niño, haciendo a un lado el plato de comida, sigue pensando en los juguetes fantásticos que les trajeron a sus amiguitos. Se consuela pensando que el año próximo -como todos los años piensa- sí tendrá juguetes nuevos y cohetes que reventar. La reflexión no es percibida por su familia y, por lo tanto, ese acto de buena voluntad no tiene el impacto esperado.

Entonces, sale de la casa, está decidido a encarar al mundo real de privaciones; está resuelto a pedir explicaciones concluyentes. Se queda viendo al cielo, y siente cómo se le viene el mar encima a medida que suspira. Hace mucho frío.

El cielo está más bajo y más denso y más negro que hace unos minutos. Parece un muro impenetrable, todo loco de luces y humaredas y ecos. Y entonces alza la mano, pero no las alcanza. El niño se le queda viendo a las luces. Son estrellas frías, remotas, imposibles, ajenas. Con el potente telescopio de la envidia se ven diferentes, casi tiranas, y se deforman en el salitre de los ojos.

El niño cierra los ojos para imaginar que son suyos los juguetes que le vio al vecinito, al hijo de los Portillo de la cuadra. Pero la imagen que se aparece, al otro lado de los párpados, no es la de los juguetes, es la de la familia que dejó tras de sí, que sigue deshaciéndose de intimidad. Y sonríe. Y crece. Y sonríe más. Y sale corriendo a su casa a abrazarlos a todos. Y desde ese día se promete a sí mismo no volver a morir de tristeza, ni volver a ver las estrellas a través de las lágrimas.

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